febrero 28, 2009

ESTO NO ES LITERATURA. Saúl Ordoñez

VIERNES, FEBRERO 27, 2009

Trigésima colaboración para x7

¿Nazis en el MUAC?

Hace unas semanas, tuve el placer de visitar el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC), ubicado en la zona cultural de Ciudad Universitaria, en el Distrito Federal. Este espacio fue inaugurado el 24 de noviembre del año pasado y se une a otros consagrados a exhibir al público el arte que se realiza en nuestros días, como el de Arte Moderno y, especialmente, el Rufino Tamayo y el Carrillo Gil, todos ubicados en la capital del país. En provincia, sólo el Museo de Arte Contemporáneo (MARCO) de Monterrey está dedicado expresamente a exhibir las expresiones artísticas más recientes con una envergadura e importancia similar a la de los otros antes mencionados. ¿Por qué hay esta centralización de espacios dedicados al arte contemporáneo, y la consiguiente pobreza en el resto del país?

Una primera respuesta, tristemente verdadera, es que la centralización no se limita a los espacios de exhibición del arte contemporáneo, sino a la oferta cultural en general. Más aun, citando mal a Rimbaud, podemos afirmar que, de la provincia, 
la verdadera vida está ausente, porque se encuentra en el D. F. Los provincianos somos ciudadanos de segunda. Y, en parte, somos culpables de ello. Como dijo el estudioso del arte y curador Cuauhtémoc Medina, si queremos que los chilangos vengan a la provincia y nosotros no tengamos que trasladarnos a la capital, debemos crear una oferta cultural propia, que valga la pena, que sea valiosa. No más municipálida.

Una segunda respuesta es que, a partir de la década de los setentas, el Estado abandonó su política de coleccionismo. Ahora, las más importantes colecciones de arte contemporáneo son privadas: la de la Fundación Jumex, la de Coppel y la de Telmex, que, afortunadamente, generalmente están disponibles para el público en sus propios espacios o en otros. Lo que distingue a la colección de arte contemporáneo de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), es que es la más grande y verdaderamente pública, con unas 19 mil piezas en su haber. Como señala María Minera en sus críticas al MUAC, publicadas en 
Letras Libres en enero y febrero de este año, y disponibles en el sitio electrónico de dicha revista, el MUAC no exhibirá una muestra permanente de la colección de la UNAM, sino al menos cuatro exposiciones temporales simultáneas, en dos ciclos anuales: primavera-verano y otoño-invierno. Lo cual es tanto positivo como negativo; lo primero, por la variedad que podremos disfrutar; lo segundo, porque debería haber una exhibición permanente de al menos algunas piezas para esbozar una historia comprensible –que no se ha hecho del todo, que está en pañales, con algunos intentos muy valiosos, como La era de la discrepancia, exposición realizada en el Museo Universitario de Ciencias y Artes, también de la UNAM– del arte contemporáneo, especialmente en México.

Lo primero que sorprende del MUAC es el edificio, diseñado por el arquitecto mexicano Teodoro González de León. Ciertamente es monumental. Y es difícil llenar un espacio tan grande con obras de calidad.

Actualmente, el MUAC alberga cuatro exposiciones: 
Recursos incontrolables y otros desplazamientos naturales, curada por Olivier Debroise, quien lamentablemente falleció el año pasado; Las líneas de la mano, a cargo de Jimena Acosta; El reino del Coloso, el lugar del asedio en la época de la imagen, a cargo de José Luis Barrios, y la monumental instalación Cantos cívicos, del Nuevo Consejo Interterritorial de Lenguas (NILC, por sus siglas en inglés) y el artista norteamericano, nacionalizado mexicano, Miguel Ventura. Desde su creación, NILC se ha dedicado a cuestionar los regímenes totalitarios, apropiándose de sus discursos y parodiándolos.

Y eso es precisamente lo que hace en 
Cantos cívicos, instalación inaugurada con un performance y repleta de todo tipo de parafernalia nazi. A la entrada de la misma, un letrero nos advierte que ésta puede herir algunas susceptibilidades, pero que no se trata de una apología, muy al contrario, es una crítica. Esta advertencia, que de antemano pretende dirigir el pensamiento del espectador e impedir los cuestionamientos, es completamente innecesaria, pues, al visitar esta pequeña Disneylandia nazi –¿esto no es un pleonasmo? –, colorida y sonora, uno no puede tomarla en serio. Así, sorprende que intelectuales de la talla de Leo Zuckerman, Enrique Krauze, Soledad Loaeza y la propia María Minera, se hayan mostrado indignados anteCantos cívicos, a la cual han acusado de tener un discurso antisemita, de simplificar y trivializar el Holocausto, y de realizar comparaciones chabacanas entre éste y la situación actual. ¿Qué obra están leyendo? ¿Cómo lo están haciendo? ¿No están mostrando sus prejuicios y realizando una interpretación perversa de la instalación, en la que proyectan sus propios prejuicios, creyendo ver fantasmas que realmente no están ahí?

Lo único que me parece indignante de 
Cantos cívicos es la advertencia que la acompaña, de la que he hablado arriba. ¿Es que las autoridades del MUAC nos creen a los espectadores tan inocentes –por utilizar una palabra políticamente correcta? Si es así, tal vez tengan razón, en vista de la polémica que ha levantado la instalación.

¿Tal vez lo que nos molesta es que 
Cantos cívicos nos muestra las relaciones entre el nazismo y la política contemporánea, y desmitifica a personajes como José Vasconcelos, quien, a principios del siglo XX, dirigió una revista abiertamente ultraderechista? Sí, José Vasconcelos era de ultraderecha –ahí está su megalomaniaco proyecto nacionalista, cuyos frutos no fueron todos malos, he ahí, al menos, el muralismo; proyecto claramente explayado en La raza cósmica–. Como también lo fue Gerardo Murillo, el Dr. Atl, quien pretendía crear una perfecta sociedad de intelectuales. Pero, ¿su posición política, estemos de acuerdo con ella o no, le resta valor al pensamiento de Vasconcelos, o a las pinturas del Dr. Atl? Me parece que no. Debemos aceptar que la ultraderecha era una corriente política en boga a principios del siglo pasado, y que ha recobrado gran fuerza en años recientes, lo que sí debe preocuparnos.

Un par de ejemplos más. El novelista francés Lous-Ferdinand Céline. No podemos negar que era un antisemita, un misógino, finalmente, un total misántropo; pero ¡qué bella prosa tiene!, y ¡qué conocimiento de las luces y sombras de la condición humana! No defiendo la ideología de Céline, pero me encanta su obra. Y Elfriede Jelinek. Ella se apropia de un discurso ultraderechista, y de uno misógino, pero para cuestionarlos. Nadie la acusaría de despreciar a las mujeres ni de odiar a los extranjeros, ¿porque es una mujer y descendiente de judíos?

Es hora de desmitificar el Holocausto. Es cierto que fue un crimen horrible, de proporciones mayúsculas, que mostró toda la maldad a la que puede llegar el hombre para con sus semejantes. Pero no ha sido el único. Y, ¿qué hay del conflicto entre israelíes y palestinos? No debemos olvidar que Israel es uno de los países más fuertemente militarizados, y que incluso posee armas nucleares. Pero, por supuesto, Estados Unidos jamás se opondrá a uno de sus principales socios.

El Holocausto está en la casa de al lado cada día. Y no nos damos cuenta. En Inglaterra, una mujer de clase baja que se hizo famosa en
realitys, Jade Goody, enferma de cáncer, desahuciada, ha vendido la historia de su muerte a los medios para garantizar un futuro económico a los hijos que dejará huérfanos.

Podríamos empezar por dejar de llamar al asesinato multitudinario de judíos –y discapacitados, gitanos, homosexuales, “diferentes”, de los que muy pocos parecen acordarse– por parte de los nazis, como Holocausto. ¡Y con mayúscula! Un holocausto es un sacrificio que se hace a la divinidad para dar gracias o hacer una petición, es un ritual lleno de sentido. La matanza de inocentes, en cualquier lugar del mundo y por cualquier motivo, carece de sentido. Es genocidio, nada más.

La realidad ha rebasado las pesadillas más oscuras que pueda engendrar el arte; 
el sueño de la razón produce monstruos, título Goya a uno de sus más siniestros grabados. Sin embargo, el arte es bueno, al menos porque nos obliga a reflexionar sobre la realidad. Y sí, Cantos cívicos es una provocación, ante la que debemos responder con inteligencia. Y sí, todos somos ratas corriendo ciegamente en un laberinto cuya salida es la muerte, como dice una canción dePlacebo. Y no me molesta ser una rata, pues son animales muy inteligentes y prósperos.

Invito a los lectores a visitar el MUAC, del que seguiré hablando en un par de colaboraciones siguientes, y formarse su propia opinión. A mí no me hagan caso. No le hagan caso del todo a nadie. Busquen su propio camino en el laberinto. El trayecto es lo importante; el fin, el mismo.

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