25 de febrero de 2009
Añoranzas cívicas
La instalación de Miguel Ventura en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo ha desatado una polémica que va más allá de la pieza que a muchos ha irritado. “Cantos cívicos” ha sido tachada como propaganda nazi, una pieza impropia de una institución cultural, una mala influencia para la juventud. ¿Qué se encuentra en este abigarrado meandro de emblemas cobijado en Ciudad Universitaria? Una acumulación de símbolos macabros, una galería de sonrisas que esconden la atrocidad, la pinacoteca de una domesticidad que encubre el genocidio. Al visitante se le invita a un recorrido intestinal donde desfilan las ratas y posan asesinos de buena familia. La gruta visceral revuelve el kitsch de plásticos brillantes, disneylandescos con el alarde castrense del embalsamador. Escenas de familia y pelos de momia. Pieles disecadas y copetes con gomina. El baturrillo empalma una virilidad atroz con empalagos infantiles. Si algo emerge de este encuentro es la disonancia entre lo que se ve y lo que se intuye: la masacre tras la normalidad, la tragedia escondida en el gesto afable del ciudadano ejemplar. No encuentro en la mina de Miguel Ventura ninguna apología, ninguna señal de simpatía por el régimen nazi. Descubro, eso sí, asociaciones bobas, paralelos absurdos: el signo del dólar como gemelo de la suástica; Milton Friedman como compañero de viaje de Adolf Hitler. La granada que pretende ser no precipita en mí un explosivo sino una trompetilla.
Pero lo que me interesa aquí es otra cosa: la argumentación de quienes se sienten asqueados por la pieza. Encuentro en los alegatos una muestra de la enorme dificultad de historiadores, politólogos y opinadores para aceptar el estatuto del arte. Se juzga la exposición como si debiera ser la representación gráfica de un curso de historia, el apéndice iconográfico del manual de ciencia política. El arte convertido en vehículo para ilustrar la historia, para absorber el mundo con justicia o para invitar a la acción común. El cuadro ha de ser una ventana al mundo, decían los renacentistas. Transparente encuentro con la realidad. Que el retrato sea equilibrado, que las proporciones sean correctas, que la manzana sea capturada íntegramente. Esa compostura se le pide al artista de hoy para abordar fenómenos históricos. Que sea sensible y entendido. Que su creación se asiente en la verdad y aspire a la justicia. Ir al museo ha de ser entonces, una experiencia similar a entrar a una escuela. Acudir a una exposición para aprender, equipado de una libreta para anotar la lección. Se piensa así en el artista como ayudante del profesor de anatomía, preciso dibujante de huesos y articulaciones. Ahora se le pide que sea el subordinado ilustrador del catedrático de historia. Tras rendir homenaje a la ciencia, el creador debe hacer visibles los conceptos, condensar en imagen claras un fenómeno, petrificar en escultura una verdad que requiera divulgarse.
Algunos encuentran ambigüedad en esta cañería atiborrada de monstruos y galanes. El espectador sale confundido del recorrido, dicen. Extrañan las imágenes que se despliegan en los museos del holocausto: credenciales, estampas, recuerdos de los millones de víctimas del nazismo. En efecto, no hay aquí muñecas de la niña muerta en un horno. La ausencia, a su juicio, equivale a trivializar el horror y difundir un mensaje peligroso. Los críticos de la exhibición ven en ella una amenaza. Advierte bien Cuauhtémoc Medina: “si alguien quiere encontrar aquí un mensaje claro será mejor que se vuelva a la iglesia.” A los críticos preocupa el efecto de la pieza. Les inquieta que una juventud confundida e ignorante se desconcierte. Exigen claridad, un mensaje concluyente y formativo. Le piden al autor una expresión edificante: creatividad al servicio de una (buena) causa, una representación que contribuya, aunque sea desde la labor subordinada del artista, a esclarecer el mundo. Que sea, por supuesto, un arte que no ofenda, que no provoque. Regresa en estas voces una inaceptable petición: la subordinación del arte al civismo. El arte vale si enseña virtud, si difunde la belleza, si comunica la verdad.
Se ha criticado también la ubicación de esta pieza en un museo de la Universidad Nacional. ¡Indigna para una casa de cultura, contradictoria a los propósitos morales de una universidad! Este reproche es el más grave: ¿la política (aunque sea la que nos parece benigna y sensible) ha de decidir qué se exhibe en su museo? ¿La interpretación correcta de la historia (cualquiera que sea) debe ejercer de curadora del arte? Esa es la sorpresa: los liberales en política no lo son tanto en materia de arte. Resultan, más bien, neolombardistas. Que la universidad ya no enseñe para la duda, clamaba don Vicente, que enseñe en la afirmación. Y que sus museos no acojan jamás a provocación sino el deleite.
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