Cantos cívicos
De Miguel Ventura
Museo Universitario Arte Contemporáneo
Llegó el Posmodernismo, envuelto en los pañales de los Cultural Studies, agarrado al biberón del Estructuralismo, y declaró que el Canon había muerto. No más jerarquías, no más valores en el Arte. De hecho, se acabó también el Arte. Nada de obras maestras, nada de privilegiar la literatura “culta” frente a la literatura semi-popular y la popular. Nada distingue a una telenovela de una novela en términos de síntomas culturales, síntomas sociales. De hecho, la telenovela puede tener más carga sintomática, así como una película sobre el Quijote puede ser más reveladora que el Quijote mismo. ¿Y para qué leer el Quijote – tarea que requiere por lo menos varios días – si se puede ver una película que lo resuma y lo esencialice en dos horas? ¿No estamos en la era de la cultura visual?
Y en todo caso, si le dejamos algo a la letra, aceptemos – dice el Posmodernismo – que todas las letras son iguales, las de la nota roja y las de Los hermanos Karamazov. Todo es texto. Texto. Textual. Intertextual. Tejido. Textil. Las hilanderas superan a cualquier novelista de oficio porque ellas conocen mejor el arte de tejer el hilo de una trama.
En realidad, el Posmodernismo – en la cuestión de con-fundir los géneros y los lenguajes y los medios de expresión – no ha venido a decir nada nuevo. ¿Instalaciones? Siempre ha habido instalaciones. ¿Cruce de géneros? Desde los griegos. ¿Contigüidad de oficios “textiles”? En la Edad Media era común.
¿Qué distingue pues al Posmodernismo? Lo mismo que distingue a esta época: posee todos los instrumentos para des-componer las formas, sí, como muchas épocas anteriores, pero el gesto sólo quiere esconder su acendrado nihilismo.
¿Valores? ¿Para qué? ¿Para qué evaluar? Todo vale lo mismo.
Esta especie de “democratismo” del pensamiento equivale al democratismo social, que aboga por la igualdad… del status quo, donde en realidad nadie es igual, donde impera la ley del Poder, la ley de la Mala Conciencia, la ley del darwinismo social disfrazado de libre mercado y derechos individuales.
Como en toda época de crisis, muchos conceptos y muchas entidades sociales y culturales tienen un doble filo. Tomemos el concepto más notorio de esta época: la democracia.
Sus mayores defensores quieren convertirla en la base del derecho natural. Y para ellos, sólo los fanáticos de alguna religión o los dictadores más cínicos se pueden oponer a esa misión. Y quieren que se vuelva algo tan natural que nadie pueda disentir del uso que se le quiere dar: reforzar el estado de desigualdad real que impone el capitalismo y todas las ideologías que se disfrazan detrás de él. Sin duda, ¿cómo oponerse a la democracia? Es tan natural… que hacer distinciones, que darle matices parece una injusticia. Detrás de esa defensa a ultranza de la democracia se esconde un vacío absoluto de valores. Es como la máscara de la caridad cristiana: ¿quién no quiere hacerle al prójimo lo que quiere que se le haga a él mismo? Sin embargo, el siglo XX y lo que llevamos del XXI son épocas de genocidios casi inconcebibles y de guerras llevadas a la más grande inhumanidad.
El nihilismo de la época no es necesariamente una amnesia total. El nihilismo significa que se recuerda la historia pero esterilizada, mutilada, invertida. Convertida en un mito moderno de la imagen pura, sin causas, sin matices, sin contradicciones. Así la segunda Guerra Mundial se ha vuelto una lucha entre el Bien y el Mal, como si fuera un cuento de terror para niños hiperactivos.
El nihilismo de nuestra época se distingue por el dominio de los valores desfigurados, corrompidos, resentidos. El valor del Poder, del Dogmatismo, de la Mala Conciencia, de la tranquilidad del pensamiento.
¿Por qué Miguel Ventura nos recuerda que los nazis fanáticos de Hitler y genocidas cotidianos eran seres tan comunes como nosotros? ¿Tan burgueses y pequeño burgueses como todos los burgueses y pequeño burgueses que en el mundo han sido? ¿Por qué viene a perturbar nuestra imagen mitificada y mistificada de una guerra que ya se ganó y de la que quedan sólo testimonios de la victoria y del genocidio? ¿Por qué insiste en agregar a esos testimonios algo tan inquietante como la posibilidad de que toda esa voluntad de muerte y de exterminio haya surgido de las normas y costumbres más “normales” de nuestra civilización?
Por las reacciones de varios asistentes a la instalación Cantos cívicos de Miguel Ventura, se puede entender la pregunta del ¿por qué? de dos maneras: una, con indignación. ¿Quién se cree Miguel Ventura para venirnos a decir que los nazis tenían rostros tan parecidos a cualquier ser humano y familias tan ejemplares y aburridas como la familia modelo de nuestra civilización? ¿Quién le da derecho a insinuar que el nazismo no es sólo un movimiento histórico ya derrotado sino una forma de vida y de ideología vigente en métodos educativos, en normas morales y sociales, en “ideales” de la misión civilizadora de Occidente?
La otra manera del ¿por qué? es la de una pregunta pura y simple: ¿Por qué Miguel Ventura muestra la humanidad y la normalidad de la cotidianeidad nazi y la teje – sí, como un hilandero posmodernista – con las ratas disecadas y las ratas domesticadas; y además le agrega profusamente un bordado fecal? ¿No será que trata de mostrar de manera simbólica y tangible la ambigüedad de los conceptos, de las ideas, de la misma naturaleza en nuestra época?
A la portada de un libro de lectura nazi que muestra a dos niños pulcros y ejemplares tomados de las manos, Miguel Ventura le agrega dos ratas, que parecen personajes de cuentos infantiles, a los pies de los dos escolares; y una tercera, que no quiere ser un personaje más sino la protagonista de la historia, de una historia infantil y mundial: subida en medio de un asta, que divide la imagen por la mitad, la rata enrolla su cola de tal manera que ésta se confunde con la cuerda de la bandera.
Son ratas infantiles, domésticas, pero también son ratas mundiales, poderosas, decisivas. Simbolizan al nazismo y al mismo tiempo rechazan la función simbólica para expresar solamente de qué manera la ideología nazi – que no fue inventada por los alemanes y que no murió con el Nacional-Socialismo – ha “civilizado” a la naturaleza.
Walter Benjamin decía que así como el stalinismo politizaba la estética, el nazismo estetizaba lo político.Cantos cívicos toma este diagnóstico literalmente y lo lleva a la infancia, a la vida cotidiana, a la normalidad de una sociedad que justificaba la irracionalidad disfrazándola de arte y que disfrazaba el arte para legitimar los instintos más inconfesables. Aún más: Cantos cívicos toca la ambigüedad en su último límite, en su fondo insoportable, al cual aludieron Adorno y Horkheimer en Dialéctica del iluminismo: el nazismo y su política de muerte absoluta, no sólo para todos sus enemigos, sino para ellos mismos, fueron el desenlace ineluctable de la razón. En el civilizado nazismo, había una dimensión de estricta lógica, de rigurosa normalidad, de coherencia histórica absoluta. La complicidad inmunda entre la ciencia y toda la ideología colonial-racista que se había dado a fines del siglo XIX llegó con el nazismo a su máxima expresión.
En la crítica mordaz de Cantos cívicos no hay ninguna ambigüedad, aunque tal vez sea insoportable enfrentarnos con el desenlace fecal de la razón y que el hilo que a ello nos conduzca tenga tantos acentos jocosos y de auto-parodia. Pero, justamente, las auténticas obras de arte saben reír, no para devaluar los problemas que presentan, sino para mostrar que el trabajo estético tiene el límite de la de-mostración. El humor de la instalación de Miguel Ventura es una auténtica ironía: la mirada sobre sí mismo que muestra la humildad de su lucidez y su “poder”. Y, sí, el espectador también tiene que ser humilde para reírse de sí mismo, sin que ello signifique que se rinde ante la estetización nazi de la política, ni que banaliza el problema que se le presenta. Reírse de sí mismo es comenzar a pensar, comenzar a aceptar el territorio de la potencia y la impotencia, de lo que podemos ser y hacer realmente y de lo que no podemos ser, ni hacer.
Asimismo, es lógico que las buenas conciencias posmodernistas y las malas conciencias de la moralidad dogmática lleguen, ante una instalación como Cantos cívicos, a cuestionar su calidad artística. En primer lugar, el cuestionamiento es en sí una actitud de mala fe. En vez de enfrentar la propuesta claramente expresada de la instalación – la barbarie burguesa y ubicua del nazismo -, se recurre a desviar la discusión a un terreno más “inocente”. Suponiendo que no fuera arte, ¿qué legitimidad le quita a la denuncia jocosa de Miguel Ventura? Ninguna.
En segundo lugar, es otra actitud de mala fe o de ignorancia. Quien pone en tela de juicio la calidad artística de Cantos cívicos sabe, para poder cuestionarla, que esta instalación surge de los presupuestos más básicos del arte moderno, con todas sus consecuencias e inconsecuencias, sus coherencias e incoherencias. Los ejemplos de actos y obras artísticos íntimamente emparentados con esta instalación son demasiado numerosos.
La ignorancia, por su lado, es atrevida. Los ignorantes pueden hablar con osadía precisamente porque nada saben, excepto su derecho a la libre expresión, su derecho a expresar lo que “sienten”, su derecho a reclamar “valores universales”. La ignorancia no sólo es atrevida, también es dogmática.
Pero no hay ninguna intención de descalificar a nadie con el título de ignorante, porque la ignorancia también es ambigua. Hay una ignorancia creadora, hay una ignorancia que llega al fondo de la realidad porque reconoce que, en última instancia, no sabemos nada. Basta con reconocerlo, basta con la humildad, y para eso es la risa constante de Miguel Ventura y de todos sus colaboradores: es la risa de conocer y aceptar sus límites ante tanta barbarie, tanta mala fe – de entonces y de ahora -, tanta sabiduría, tanto dogmatismo, tanta ceguera.
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