septiembre 28, 2009

LA A-VENTURA. Cuauhtémoc Medina


En “El acto creativo” de 1957, uno de los textos fundadores de la cultura del arte contemporáneo, Marcel Duchamp quiso hacer a un lado toda suposición ordinaria acerca de la relación entre intencionalidad y sentido artístico, al reivindicar como objeto de la producción del artista la apertura de un espacio social de indeterminación y contingencia, que bien visto debería ser leído como el complemento lógico y necesario de la noción barthesiana de la muerte del autor. Con su característico sentido de la paradoja lingüistica y matemática, Duchamp postuló entonces la noción de atender  “coeficiente artístico”: a saber “la diferencia entre lo intencionalmente no expresado y lo expresado no intencionalmente”[1] en cada obra de arte. El concepto del coeficiente artístico duchampiano, postulado con la característica capacidad de Duchamp para proponer paradojas de pensamiento en un código matematizante, debiera estar en la base de todas nuestras interacciones con el arte contemporáneo, en la medida que permite entenderlo más como una forma de intervención semántica y de sentido, que como un acto de comunicación. Al enfátizar que de un lado el artista ejecuta una supresión del decir, que todo acto artístico pone entre paréntesis un número de postulados que no se comunican, el argumento de Duchamp iba más allá de la noción de un código inconsciente o social trabajando por encima de la significación de la obra. Por demás está decir que el “coeficiente artístico” hace a un lado la idea romántica del artista “genio” trayendo al mundo un contenido original y inefable, que luego ha de ser interpretado o “leído” por el público, la crítica y la historia del arte bajo determinados procedimientos críticos. Lo que aquí aparece es una version propiamiente operacional donde el productor no está enfrascado en remitir un mensaje codificado al público, sino generar un apartamiento de los propios sentidos y nociones que él o ella puede articular verbal e imaginariamiente, para generar una cadena de efectos en los otros que es ventajosamente incalculable, pero que luego podría sujetarse a una cierta medición a posteriori.   

Estoy convencido de que, más allá de los actos reflejos con que dejamos filtrar la falla del sentido común, quienes actuamos y participamos en muchos diversos niveles en el arte contemporáneo tenemos plenamente asimilado un proceso cultural donde el agente artista es produce una intervención compleja y tentativa de signos sociales, discursos, imágenes y materias, que asume que sus efectos de transmisión serán en gran medida responsabilidad de toda una gama de otros agentes que por herencia de la falsa epistemología de la sociedad de masas moderna seguimos viendo como una “Masa”: el público. Hay en cada obra una compleja dialéctica entre (al menos) el decir, el no decir, y la producción de dichos ambiguos, entre mostrar, ocultar y hacer sin mostrar, y entre definir y trazar indefiniciones. Todo ello haría que las obras de arte serían, meramente, objetos de una lectura endemoniada (vean ustedes a los historiadores y críticos de arte sufriendo por establecer su lectura de las obras) sino fuera que esos productos encuentran efectos y afectos  en el terreno social, lo que Duchamp llama “lo expresado no intencionalmente”.

Si aceptamos imperfectamente la noción de que todo este trabajo de sentido es colindante con la noción de “texto” que heredamos de la tradición, y que en efecto entiende la escritura en analogía como el textil, digamos que la labor artística es siempre la producción de una especie de red. Por un lado, tenemos un textil deshilado, horadado, y en varios puntos anudado a contrapelo del sentido corriente de sus “textos” componentes. Por el otro, tenemos un instrumento que produce efectos sobre los otros. Esta red, como plantearía el otro gran teórico de un arte de operaciones e interacciones, un arte no semiótico, el antropólogo británico Alfred Gell, es ciertamente una “trampa”. Este artefacto, esta red, no atrapa pescado, sino los discursos, afectos y representaciones del público. En otras palabras, si el arte contiene todavía un valor mimético, no es porque represente “la realidad”, sino que como las trampas de los pueblos de todo el mundo, “conoce” su presa, la describe en términos de su comportamiento y acciones: es decir, es un arte cuyo objeto es atrapar a su presa.

Consideremos por un momento Cantos cívicos  de Ventura a la luz de esta construcción provisional: como un proyecto que en lugar de un “sentido” unívoco y preexistente a ser interpretado, es una enorme trampa metonímica: la rata, habitáculo de ratas, es en realidad una enorme ratonera del discurso, que opera sobre la base de un artefacto que dice-no dice-y dice no, y que en la medida que ha acabado de operar ha descrito/apresado toda otra producción que con toda justicia, podemos llamar, nuestra. Hablo de pensarla ya no como un tranmisor de discursos (lo que nos condenaría a los presentes a efectuar alguna clase de iconología, de interpretación controlada de discurso, por más “abierta” que planteemos la obra) sino como una máquina-célibe-perversa de un tipo muy especial. Una máquina terrorífica, efectivamente, pues es a la vez una colección de terrores y un recolector de paranoías. Muy esquemáticamente, tratando de ser lo más llano y directo posible, permitanme levantar un pequeño dispositivo: una contaduría del coeficiente artístico de Cantos cívicos. Primero vayamos a describir lo que el artista dice-no dice:

a)           El artista no dice, es decir, se aparta deliberadamente del discurso convenido usual, que postula al fascismo y el nazismo como un fenómenos histórico, el de uno de los totalitarismos del siglo XX, definido siempre y en torno al holocausto judio, es decir, la relación entre victimas y victimarios. En efecto, el artista no dice, que el fascismo es el  el mal radical ya pasado y cumplido, especificiado históricamente, y perfectamente describible en un acuerdo colectivo, donde por ejemplo aceptamos sin más la noción de que frente al holocausto hay víctimas absolutas sin recursos de ningún tipo, victimarios totales sin relación alguna con nosotros, y espectadores que diferencian con claridad unos y otros, pero sobre todo a sí mismos de esa construcción. El artisa no dice, pues, que cada vez que vemos una swastica debamos activar nuestro archivo de imágenes de bien y mal radical del tipo que, por ejemplo, permitimos a Steven Spielberg en Schindler’s list (1993). Lo que el artista no dice es: el fascismo es el totalitarismo alemán, que exterminó a los judios, que su esencia es el antisemitismo, y que debe ser formulado siempre públicamente como la condena al totalitarismo alemán. El artista “no dice” el fascismo es el garante de nuestro convenio público acerca de qué es el mal y el bien históricamente.

b)           El artista no dice: voy a representar  el holocausto judio. Sin embargo, con un poco de perspicacia, un espectador cuidadoso puede saber que el artista deliberadamente ha alojado cierta referencia del holocausto en una clave más discreta, al crear un laboratorio de ratones que opera como un espacio concentracionario. Yo no comprendo como es que los criticos de Cantos Cívicos no han sido capaces de reconocer que, en torno al laboratorio de ratones, hay varios sentidos aludidos pero no dichos: la idea de un campo concentracionario, donde los ratones, como en el comic de Alfred Spiegelman Maus: a survivors tale (1991) plantea un antecedente.  Pero los ratones son también un campo de interfvención científica-administrativa donde ciertos sujetos son sometidos a un proceso pedagógico y de condicionamiento concentracionario. Por consiguiente, esos ratones aluden también al proceso de condicionamiento individual en términos más generales, sin dejar de plantear al menos la sombra del holocausto nazi.

c)           El artista dice que hay una posibilidad efectiva de concatenar en términos de una instalación, en un juego simbólico y argumental extremadamente saturado, una gama de conjuntos archivísticos, materiales y visuales que usualmente ponemos a distancia. Estos conjuntos concatenan una cierta memoria del nazismo, la historia del fascismo periférico como el mexicano, y varios escenarios del prestigio social contemporáneo, particularmente la interacción entre prestigio de clase y mercado y circulación de arte contempráneo. Todo ello dentro del juego de claves y metáforas del NILC, su proyecto matriz artístico.

d)           El artista dice: Lo Nazi fue también una colección de imágenes de normalidad, prestigio y acuerdo social. Para hacernos verla, se ocupó de acumular una colección extremadamente chocante y vasta de íconos producidos por la sociedad alemana en los años del nacionalsocialismo, que lejos de representar la interpretación histórica sobre el fascismo, plantean el cuerpo ideológico original del régimen: es decir, la imagen idealizada de soldados, agentes de la SS, familias, paisajes, líderes políticos, objetos domésticos, e imágenes, producidas por los nazis. La característica de esa acumulación es, me parece, extremadamente clara, siempre que uno no quiera imponerles la lectura del prejuicio proveniente de nuestro dictamen   usual sobre lo nazi: el fascismo fue una normalidad: constituyó una identidad que, como cualquier otra, se impone a los individuos para establecer su código histórico de lo bueno, lo malo, lo bello y lo horrible. El carácter monstruosamente kitsch de todas esas representaciones, debería alertar al que las ve del grado de insidia que contiene la vida bajo un régimen social, como el nazi, o el nuestro: el cómo esos régimenes se traducen no sólo en sloganes, estatización d ela política, o discursos de muerte, sino en una versión del individuo legítimo que aceptan los ciudadanos, sus ceremonias privadas, sus gustos inmediatos, y su lenguaje de presentación social. Pongámosle nombre: el rostro, los signos, las maneras, de la clase, el estamento o la forma de vida dominante. La implicación de todas esas formas “nobles” es, claramente, proyectar un dualismo: frente a esta representación idealizada, que repito era la que procesaba la producción de subjetividad fascista, es que se planteó la heterogeneidad del poder nazi: la necesidad de plantear como enemigo y objeto de soberanía al judio, el comunista, el loco, el deforme, el genéticamente erroneo, el gitano, el disidente.

 

e)           El artista dice no: hoy hay un sistema de prestigio social que, entre sus definiciones, contiene a la vez el prestigio de la academia científica y humanista, es decir, la Universiad, y el mundo del arte contemporáneo. El artista deliberadamente decide no mostrar ese sistema de prestigio que todos conocemos como sistema de prestigio, sino es por medio de una inversión

 

f)           El artista dice:  Frente al terreno del prestigio social contemporáneo, Ventura optó por una representación interpretativa: en lugar de  mostrárnosla documentalmente como normal respetando los signos de prestigio de su autorrepresentación, la activó constantemente en la exhibición por medio de una representación abyecta: obras de arte contemporáneas, esquemas de museos y organizaciones culturales, y fotografáis sociales de las élites involucradas en la operación cultural, contaminadas de violencia sexual, simbologías fascistas y elementos escatológicos. La violencia visual de mezclar lo que en la sociedad capitalista tardía aparece como prestigioso, bueno, alto y bello, con lo signos sociales de lo abyecto, lo malo, lo bajo y lo horroroso, establece deliberadamente una comparación: como con el fascismo, tenemos aquí un sistema que opera binariamente en una economía de lo alto y lo bajo. Como algunos comentaristas no paranoicos han sugerido hay un cierto exceso en la representación del neoliberalismo y el mundo del arte como una modalidad fascista. Pero al interior de la obra de arte, donde opera una economía de representación distinta que la de la información cotidiana y disponible para todos, aquí ocurre una operación que refleja el habernos hecho evidente que el fascismo, antes de la denuncia de los hornos crematorios, era un sistema de prestigio social. Y es generar un extrañamiento frente al prestigio social actual, que nos permita irritarnos acerca de su existencia. Lo que el artista dice no es: hoy vivimos el fascismo hitleriano. Lo que dice es: este presente que define una oposición entre alto y bajo terriblemente estricta, es también un sistema de condicionamiento y exclusión, visibilidad y  repulsión, como el fascista.

g)           El artista dice: La universidad nacional autonoma de México no esta situada por fuera de todo este sistema histórico y simbólico. De hecho, uno puede rastrear muy puntualmente que hay una etapa de la historia de nuestra universidad, que representó una abierta adherencia a la economía de valores y prestigio del fascismo histórico, incluso con una traducción al sistema de racismo local: el nazismo mexicano personificado por José Vasconcelos, la revista Timón, y las autoridades y personalidades locales (del secretario de Gobernación Miguel Alemán Valdés al rector de la UNAM Rodulfo Brito (1942-44) que pretendieron difundir localmente el sistema de homogeneidades y heterogeneidades nazi. En la medida en que esta historia no es parte del conocimiento común, que es parte de lo que la sociedad no dice, que es efectivamente un archivo reprimido, el artista dice.

Mi labor hasta este punto es de clarificación. En la reseña que plantee al momento de la apertura del MUAC sobre esta obra, sostuve en efecto que sería ingenuo exigir de esta obraa un sentido pleno. Sobre todo, hacia un dictamen, que luego el artista confirmó en sus declaraciones, acerca de que esta es una obraa que operaba acumulativameante como un conjunto de mal. Este es en efecto una bomba-pandemonio. Solo por constatar que no me he salido del territorio argumental que me tocó plantear, permitanme citar un par de fragmentos de ese texto:

La palabra que mejor describe el conjunto es pandemonio:  la acumulación inabarcable de toda clase de demonios históricos y culturales.

(…)  Por supuesto, si alguien quiere encontrar aquí un mensaje claro será mejor que se vuelva a la iglesia: lo que Cantos cívicos testimonia es una furia cuyo mayor mérito estriba en presentar una bomba iconográfica, chocante, oscura, caprichosa. Cierto es que Ventura nos embarra todo lo que preferiríamos no ver. Pero la realidad es mucho menos nítida.  

 

La bomba ha explotado, el cuerpo social se ha embarrado de esta intervención de signos y actos. Creo que es un gesto mínimamente honesto plantaear aquí que el coeficiente artístico de la obra de Ventura ha sido altísimo: jamás podría haber yo siquiera intuido que el efecto de conmoción de Cantos cívicos se desbordara sobre el campo de los debates generales de la política en México. Vayamos, pues, a constatar la contaduría de estos efectos de “lo expresado no intencionalmente”, es decir el acto colectivo de acuse de recibo, la forma en que de modo por demás histérico, colorido y dramático Cantos cívicos atrapó a su presa.

 

1.  Expresión no intencional: la paranoia producida por la perdida del estereotipo moral. La obra ha producido una catarata de lecturas, que en efecto tienen más el carácter sintomático de re-presentar a los que permitieron, o quisieron repeler, los efectos de la obra, que de establecimiento de un acuerdo social. La obraa puesto en relieve la resistencia de multitud de actores a poner en cuestión siquiera por un segundo el acuerdo colectivo de qué significa el nazismo. Tanto en las reacciones ofendidas de la comunidad judía, como de los comentaristas públicos en la prensa, como de un cierto sector de los públicos en sala, lo que se ha manifestado sobre todo es el enorme malestar que produce el no poder identificar de buenas a primeras y para siempre el estereotipo del mal radical. En efecto, lo que se plantaea como una continua demanda es que toda obra de arte sea Schindler’s list: una representación pseudodocumental que establezca con claridad quienes son los malos radicales monstruos anti-humanos (los SS nazi), las víctimas pasivas sin salvación ni voz (los judios) Y los héroes buenos en medio de la barbarie con quienes como espectadores podríamos retroactivamente identificarnos (Schindler). Vista la construcción de ventura, las acusaciones de que su obraa o él son antisemitas, tienen un solo punto sustancial: la obra no deja al espectador cómodo porque no sale de ella sabiendo lo que ya sabía,  sino en el desconfort de tener que asumir que sabe menos de lo que pensaba, o que hay elementos que ahora son parte de un saber ya inescapable que no encuentran lugar en el esquema. Es por el valor simbólico que tiene en esta sociedad la tragedia estereotipica moral del nazismo-holocausto que esta obra ha resultado inaceptable. Que con frecuencia en un eco platónico los autores planteen, de Enrique Krauze a Josué Ramirez, que los niños o jóvenes no podrán ver esta obra y confirmar nuestra escala de valores sobre qué son los nazis, es la evidencia más ostentosa de este terror: en efecto, el espectador no puede registrar qué contenido estable deja la obra luego de su tarea de cuestionamiento histórico. Lo que aterra es tener que vernoslas con que la historieta que consumimos sobre los nazis no es realmente lo que se espera, no es la línea directriz que asegura nuestra moralidad.

2.  Resultado más allá de la intención. Rapidamente, de modo público, pero también por medio de presiones privadas o clandestinas, el cuestionamiento sobre la pieza se convirtió en cuestionamiento de la existencia y legitimidad del MUAC. Abiertamente, en palabras o actos, las reacciones contra Ventura han derivado en la exigencia de prohibir al museo actuar irresponsablemente, lo que quiere decir que no debe poner en cuestión los acuerdos sociales básicos colectivos. Como los comentaristas saben que esto no puede ponerse en práctica por decreto, lo que han producido es una actividad de lobbying generalizado: amenazar al museo con quitarle fondos, derrocar a su dirección o convencer a la rectoría de establecer un aparato de censura sobre él. Es caractearístico que esto no se asuma como un aparato de censura: tiene la forma de exprear, como hizo Soledad Loaeza en su email al canal 22, que esta es una exhibición tan indigna de una institución cultural, que no debería discutirse, es decir, que no debería ser parte del flujo de signos sociales. Lo que está en cuestión en esos reproches y ataques es la existencia misma de la autonomía de exhibición cultural, el deseo de que esta se subordine a una serie de intereses que se plantean como “más altos” y “puros”, por ejemplo, en relación a la “pureza” de la universidad. La respuesta de la institución museo frente a esta conspiración de silenciamiento ha distando de ser nítida y contundente. Es completamente inútil, y poco claro, prtender contrarrestar los efectos d el aobra mediente instrucción pedagógica o cédulas de advertencia, igual que salir a la prensa a deslindarse de la obra o lamentar su falta de claridad. Todos esos gestos lejos de aplacar el conflicto, solo lo avivan, pues en si mismos son impotentes ante la agitación que la obraa produjo.

3.  Efecto no intencionado: el museo y el orden republicano. Paradójicamente, esta obra ha tenido el efecto de reestablecer el lugar más apropiado que un museo como el MUAC debe aspirar a tener en el contexto de las instituciones sociales, yo incluso diría, en la constitución de la república en México. Lo que ha quedado claramente establecido es que los signos artísticos no son un territorio de juegos decorativos y de prestigio, que ocurren al margen de los poderes y economíaas del prestigio social, sino un vector perfectamente activo de la política en general. En efecto, la bomba iconológica de Ventura ha politizado al MUAC, lo ha colocado en el centro de los debates acerca de lo dicho y lo no dicho, y ha establecido una continua tarea de argumentos y contra argumentos impensable (incalculable) para la rutina de la vida artística “normal”. Esta anormalidad, este exceso, es el producto de un laboratorio en pleno funcioamiento, que en lugar de producir consenso instala el debate y el disenso. Quizá el MUAC y la sociedad todavía no lo acaban de digerir: pero Cantos cívicos ha hecho que, potencialmente, este museo no sea una institución de “difusión cultural”, sino una de las plazas públicas de la sociedad futura. Tocará al museo y otros artistas explorar cómo puede activarse ese poder ganado a partir de una explosión singular.

 

 Mi argumento es que, en retrospectiva, podremos constatar que la intervención de Ventura produjo al MUAC. Esta será una institución marcada, en su potencial, lo mismo que en sus miedos de corto plazo, por el éxito traumático de esta primera instalación. Frente a eso no queda espacio para deslinde alguno: este laboratorio fue una trampa portentosa donde hemos quedado enredados no solo el artista, los públicos, los críticos y sus antagonistas, sino la constitución misma de la producción cultural universitaria y la noción de qué es lo que el arte en México arriesga cuando interpela nuestras sensibilidades establecidas. Habrá, por supuesto, una multitud de momentos en que el museo arriesga otras estrategias, pero creo firmemente que el museo y la comunidad que opera en su entorno sólo podrá asumir su tarea todavía indefinible en un párrafo o una sentencia en torno a la movilización del potencial de conflcito y debate que heredará de esta instalación. Más allá de las ganancias argumentales específicas, de lo que se tratará en el porvenir es de entender cómo la máquina de Cantos cívicos ha de trnasfomrarse en práctica institucional, para entender que el potencial de este museo estará en su capacidad para incitar los debates de los que no podamos escapar.  Es eso lo que se cifraría en pasar de ver esto como una des-Ventura, y plantearselo abiertamente como una aventura por iniciar.



[1] Marcel Duchamp, “The Creative Act” (1957), The Writings of Marcel Duchamp. New York, Da Capo Press, 1989, p. 139.

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